La violencia no es política: el ataque al Presidente y la fragilidad de la democracia

El reciente ataque al Presidente no es un hecho menor ni un episodio aislado. Es una señal de alarma que expone el deterioro de nuestra convivencia democrática. Lo que durante años se cocinó en la retórica de la confrontación y la deslegitimación del adversario, hoy se traduce en actos de violencia que ponen en jaque la estabilidad institucional. La crispación, que habitó la pantalla, finalmente se materializó en la calle.

Vemos cómo el discurso político se ha ido cargando de una lógica binaria y deshumanizante. El kirchnerismo apeló a la épica del “pueblo contra el enemigo”, y más tarde el mileísmo instaló su “guerra cultural” contra la “casta”. Dos narrativas distintas, pero con un efecto común: naturalizar la confrontación como único modo de hacer política. En ese terreno, la violencia deja de ser un tabú y comienza a ser vista como una posibilidad. El problema no es solo que la confrontación verbal se haya normalizado, sino que ahora ha saltado de los discursos a los hechos.

Cuando la palabra se degrada en insulto y la política en hostigamiento permanente, alguien, inevitablemente, se siente habilitado para dar un paso más. Y ese paso, como vimos en la agresión al Presidente, abre la puerta a una dinámica peligrosa para todos. El repudio no puede ser parcial ni oportunista: debe ser unánime. Callar, relativizar o justificar la violencia equivale a convalidarla. No se trata de defender a una persona o a un gobierno, sino a la institucionalidad misma.

El “cambio” que prometía suturar la grieta terminó perfeccionando la fractura, llevando la confrontación de los discursos a la violencia de los hechos.

¿Qué democracia construimos si el grito sustituye a la palabra y la agresión reemplaza al disenso? Tal vez la pregunta no sea si podemos convivir, sino cuánto tiempo más resistirá una democracia hecha de gritos.

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